Confiad yo he vencido
La Palabra de Dios nos habla acerca de aquella gran victoria que nuestro Salvador obtuviera sobre el diablo, el pecado, la tumba, el temor, la tristeza, la ignorancia y la trasgresión.
“Estas cosas os he hablado en alegorías; la hora viene cuando ya no os hablaré por alegorías, sino que claramente os anunciaré acerca del Padre. En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre. Le dijeron sus discípulos: He aquí hablas claramente, y ninguna alegoría dices. Ahora entendemos que sabes todas las cosas, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios. Jesús les respondió: ¿Ahora creéis? He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:25-33).
En este pasaje, la Palabra de Dios nos habla acerca de aquella gran victoria que nuestro Salvador obtuviera sobre el diablo, el pecado, la tumba, el temor, la tristeza, la ignorancia y la trasgresión. En efecto, a través de Su muerte, el Señor derrotó para siempre a las tinieblas y a la muerte; y por ende, el mismo poder que operó en Su resurrección, vivificará nuestros cuerpos mortales o nos arrebatará al cielo y nos trasformará en un abrir y cerrar de ojos.
Jesucristo vino al mundo, y cumplió a la perfección el plan de redención del Padre. Y por medio de aquel sacrificio, fueron satisfechos tanto el amor como la justicia de Dios, abriéndose las puertas de la gracia ante todo aquel que quiera aceptarlo.
LA VICTORIA SOBRE EL DIABLO Y EL PECADO
El Evangelio según Mateo 4:1-11 narra las tres tentaciones que Cristo confrontó durante su retiro en el desierto. Sin embargo, Él venció a Satanás por medio de la Palabra, citando pasajes bíblicos que Dios le había dado al hombre en el pasado. “Escrito está: no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deuteronomio 8:3; Mateo 4:4). “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (Deuteronomio 6:16; Mateo 4:7); “Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás” (Deuteronomio 6:13; Mateo 4:10).
Un punto importante estriba en que Cristo derrotó al diablo como simple hombre, a fin de concedernos la libertad, y para que nosotros, a su vez, también pudiéramos vencerlo: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).
El pecado también nos tenía sujetos a servidumbre, y nadie podía libertarnos del poder de éste, sino Dios mismo: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual que fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Romanos 6:16-18).
Durante la dispensación de la ley, los sacrificios de expiación por el pecado eran imperfectos. En primer lugar, porque solo cubrían el pecado; y en segundo lugar, porque los oferentes antes de sacrificar en nombre del pueblo, debían presentar sus propios pecados primero. En cambio, aunque durante su estadía en la tierra nuestro Señor habitó en un cuerpo mortal, y fue tentado en todas las cosas como cualquier ser humano, el pecado nunca se enseñoreó de Él. Esto hizo que Su sacrifico expiatorio fuera perfecto, y que Él pudiera limpiarnos del pecado y aniquilar su poder condenatorio.
Así pues, cuando Cristo penetró en el tabernáculo celestial llevando Su propia sangre pura e inmaculada, Él se convirtió en nuestro eterno Sumo Sacerdote. Por medio de Su sacrificio misericordioso el trono de la gracia se abrió para nosotros, y podemos acercarnos a Dios sin temor, porque Él se acercó a nosotros primero: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16). De ahí que, cualquiera que se acerca al Señor ha de hacerlo confiando en que Su sacrificio basta para limpiarlo, para operar en él un nuevo nacimiento, y sustituir esa vieja naturaleza inclinada hacia el pecado y el mal.
Cuán hermoso es recordar, además, que al haber experimentado en carne propia todas las tentaciones que puede sufrir cualquier hombre y cualquier mujer, el Señor Jesucristo se puede compadecer de nosotros, comprendernos y ayudarnos a vencer al pecado, como dice la epístola de los Hebreos: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).
Sin embargo, también es deber de aquel que es nacido de Dios de abstenerse de pecar y de guardarse a sí mismo. De esta forma, y bajo esta condición, el maligno no lo podrá tocar nunca: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9).“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18).
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE
El diablo tenía esclavizada a la humanidad por el pecado y por el temor a la muerte. Mas Cristo vino para derribar a los imperios y a las potestades de las tinieblas, y los avergonzó públicamente al triunfar sobre ellos en la cruz del Calvario (Colosenses 2:15).
En la visión de Apocalipsis, Juan se puso a llorar cuando vio que no había nadie digno de abrir el libro de los siete sellos (Apocalipsis 5:4). ¿Por qué lloraba Juan? Simplemente, porque el temor se apoderó de él a la idea de que estaríamos perdidos para siempre. Sin embargo, el Cordero de Dios se acercó y tomó el libro de la mano derecha de Dios, por lo que el cántico de alabanza de los cuatros seres vivientes fue: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra” (Apocalipsis 5:9-10).
La tumba no pudo dejar al Hijo de Dios sepultado; y al tercer día después de la crucifixión, el Espíritu de Dios vino sobre Él, y lo levantó de los muertos. La Biblia en Marcos 16:4-6 dice: “Pero cuando miraron, vieron removida la piedra, que era muy grande. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Mas él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron”.
Por medio de Su resurrección Cristo destruyó el aguijón de la muerte, y le quitó todo poder al sepulcro. Las Escrituras revelan que el aguijón de la muerte era el pecado y que el poder del pecado residía en la ley que nos condenaba. No obstante, cuando Cristo aniquiló el poder del pecado en la cruz del Calvario, la muerte ya no pudo seguir amedrentándonos: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:54-57).
Y porque nuestro amado Salvador venció, las puertas del infierno no pueden ni podrán prevalecer contra la Iglesia, dado que: “Ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero…” (Apocalipsis 12:10-11).
Amados lectores, no tenemos por qué temerle a la muerte ni a nada, antes por el contrario, hemos de hacer nuestras las palabras de aquel personaje, cuando exhortó a las mujeres a no tener miedo ni asustarse. Efectivamente, en Cristo el temor ha sido vencido, y por ende, cuando venimos a Él, Su amor perfecto destruye el temor que pueda invadirnos: “En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor…” (1 Juan 4:17-18).
El cristiano no puede vivir angustiado, desesperado y temeroso, por cuanto la obra redentora de Dios en nosotros nos ha dado perfecta confianza. Por consiguiente, es de gran estima ante los ojos de Dios la muerte de los justos, por cuanto aquel que muere en el Señor sabe que su alma se reunirá al fin con Él.
LA VICTORA SOBRE LA TRISTEZA Y LA IGNORANCIA
Antes de saber que Jesús había resucitado, los discípulos se hallaban en un estado de postración y de tristeza inimaginables. Hasta tal punto, que cuando María Magdalena vino a anunciarles la resurrección, ellos, ocupados en llorar y gemir, no la creyeron (Marcos 16:11).
A pesar de que Cristo anunció varias veces que moriría y resucitaría al tercer día, los discípulos nunca habían interiorizado aquellas palabras.
Para ellos, la crucifixión había marcado el final de su discipulado, y cada uno regresó a su casa y a sus profesiones respectivas. Mas Cristo se les apareció para devolverles el gozo, y cuando les enseñó sus llagas y su costado, pruebas irrefutables de que era Él, aquellos se regocijaron grandemente. Existe un concepto erróneo, según el cual, el cristiano camina por un sendero de rosas, y que ninguna tristeza puede afectarlo, porque esto significaría que Dios ya no está con él. No obstante, esta idea contradice las palabras del Señor Jesucristo cuando dijo que en esta tierra no seríamos exentos de tribulaciones, pero que Él se comprometía a darnos Su paz divina.“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Nuestra victoria estriba en proclamar que por medio de la fe, hemos vencido al mundo junto con Cristo.
De otra parte, Cristo venció no solamente la tristeza, sino también la ignorancia. Después de haber resucitado, se apareció a dos discípulos que iban al campo; mas ellos no lo reconocieron, y hasta lo llamaron “forastero”. Al oír estas palabras, nuestro Salvador les reprochó su ignorancia, diciéndoles: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!” (Lucas 24:25). Cristo, pues recurrió a la Palabra para devolverles el gozo que deriva de la fe. Mas cuando lo contaron a los otros apóstoles, ninguno les creyó (Marcos 16:12). Entonces, cuando Cristo se apareció a éstos, les reprochó tanto la dureza de su corazón (terquedad) como su incredulidad.
Cuando Dios se quiere revelar a una persona. Siempre lo hace por medio de las Escrituras. Estas producen fe, y la fe le lleva a Cristo, desintegrando la incredulidad del corazón (Romanos 10:17). La fe genuina no permite que nada ni nadie pueda apartarnos del amor sublime de Dios, ni siquiera la muerte. Esto es, porque nuestra vida está fundamentada en la roca que es Cristo.
¿Quién, pues, nos hará dudar Su existencia, cuando hemos recibido el testimonio de que Jesucristo vive en nuestros corazones? ¿De que Él es real? ¿De que su perdón todavía está vigente para todo aquel que se acerca del trono de la gracia?
Amado lector, puede ser que nunca haya experimentado el gozo de la salvación, o bien que habiéndolo experimentado, los quehaceres de la vida le hayan alejado de Dios. En esta hora, Dios lo está llamando y le está dando una oportunidad de aceptarlo. Si usted lo hace, Él lo recibirá y lo hará heredero del reino de los cielos instantáneamente.
En cambio, si usted ya es salvo, gócese de su salvación en todo momento. La muerte ha sido sorbida en la victoria de Cristo en el Calvario, no tenemos de qué temer. Que Dios les bendiga ahora y siempre.
Feunte: Impacto Evangelístico