Los encuentros con Dios cambian y santifican

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  Isaías va a comenzar su ministerio con una visión de la gloria de Dios. Las Escrituras nos muestran que esa visión lo cambió, lo tocó por completo; y ahí empezó su ministerio, que fue fructífero, de avance y de una visión completa

 

Rev. Gustavo Martínez

“En el año en que murió el Rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí.” Isaías 6:1-8.

Isaías, un hombre al que Dios había llamado y lo había hecho profeta. Le fue dada la misión específica de denunciar el pecado y profetizar a la casa de Dios y al pueblo de Jerusalén.

Isaías era profeta, en uno de los períodos más críticos de la historia de Judá, y había cumplido las funciones y responsabilidades de acuerdo a los planes y propósitos de Dios.

Isaías va a comenzar su ministerio con una visión de la gloria de Dios. Las Escrituras nos muestran que esa visión lo cambió, lo tocó por completo; y ahí empezó su ministerio, que fue fructífero, de avance y de una visión completa. Fue llamado al oficio profético en el año de la muerte del rey Uzías (Isaías 6:1).

Uzías, había gobernado por espacio de cincuenta y dos años al pueblo de Judá (2 Crónicas 26). Dios lo levantó, le había prosperado, le hizo poderoso y le dio inteligencia y sabiduría para hacer e inventar cantidad de maquinarias y de cosas útiles en la vida del pueblo, pero se rebeló, para su propia ruina, porque hizo cosas que no le correspondían. Debemos saber que Uzías fue a ofrecer incienso en el altar de Dios donde el sacerdote le amonestó debidamente, pero lleno de soberbia se levantó en ira contra el sacerdote y Dios tuvo que herirlo con lepra.

Y estuvo Uzías fuera del templo y murió en una condición muy lamentable después de que Dios le había levantado. Es triste, cuando Dios quiere bendecir a una persona y ésta no retiene la bendición, no guarda aquello que Dios le ha dado. Con razón el Señor le advierte a la Iglesia y le dice: “retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” (Apocalipsis 3:11). La salvación que Dios nos ha dado no se adquiere con dinero ni con títulos, sólo a través de los méritos de Jesucristo y de su sangre. Cuando vamos al calvario y le reconocemos por fe; es cuando le aceptamos y le invitamos a nuestro corazón, es cuando se opera en nosotros ese cambio por el cual obtenemos de inmediato la salvación y el perdón de nuestros pecados.

Hubo personas que también obtuvieron privilegios y los tuvieron en poco. Uno de esos casos es el de Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de lentejas, al darle un valor insignificante a la bendición de Dios (Génesis 25:31).

Pero también tenemos hombres que no estuvieron dispuestos a vender lo que Dios les había entregado. Este fue Nabot. El rey Acab vino a Nabot para comprarle la heredad y su respuesta fue firme y resuelta: “Guárdeme Jehová de que yo te dé a ti la heredad de mis padres” (1 Reyes 21:3). Este hombre valoraba lo que había heredado. Y hoy nosotros hemos recibido una herencia, por obra y gracia de Dios, por su misericordia, y cuando el enemigo venga con sus engaños a seducirnos, debemos valorar y no perder la salvación de nuestras almas.

Muere el Rey Uzías y seguramente enluta el corazón de Isaías, por el parentesco entre él y el rey. Se deduce que al ser su familiar, seguramente Isaías disfrutaba de algunos privilegios y oportunidades, quizás disfrutaba de alguna prosperidad material, aunque no lo explica directamente la Biblia, pero nos da la impresión cuando leemos el verso bíblico: “En el año que murió el rey Uzías, vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime y sus faldas llenaban el templo.” Esto lleva a pensar que la muerte de Uzías fue una tragedia, pero a pesar de todo este suceso, fue una bendición para Isaías.

Muere Uzías y surge entonces un avivamiento y un despertar en Isaías, para la gloria de Dios. “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). Hay cosas por las cuales aparentemente uno gana, pero en realidad se pierde mucho, porque se pierde el contacto y la comunión con Dios. Ganamos con el mundo, ganamos con los amigos, ganamos con los que están en ese nivel espiritual pero perdemos con Dios; y es mejor perder con todos ellos y ganar con Dios. El Señor Jesucristo dijo: “Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8:35).

Uno se enreda muchas veces en cosas que parecen pequeñas e insignificantes pero que lentamente nos van alejando de la presencia de Dios. David dijo: “Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos” (Salmo 84:10). Palabras de un hombre que sabe valorar y que ama la presencia de Dios. Pero un hombre impío, un carnal que conoce de la Palabra pero que no ha tenido una experiencia, que no ha vivido ni ha entrado en las experiencias de Dios, prefiere lo contrario: “mil días fuera de la presencia de Dios y un día en sus atrios”.

Isaías fijó sus ojos en el templo, donde tuvo una visión. Isaías tuvo que poner su mirada en las cosas de arriba, donde se encuentra el trono de Dios; al enfocar hacia arriba, aquello lo sacó prácticamente de lo terrenal, lo llevó a olvidarse aún de él mismo en ese instante. Luego miró hacia adentro, porque tenemos que mirarnos a nosotros mismos. A veces somos dados a criticar, a juzgar y a condenar a los demás, a señalarlos con el dedo, pero no nos miramos a nosotros mis­mos, cómo estamos viviendo, cuál es nuestra condición.

Fuera de la presencia de Dios uno no se siente redargüido, uno se ve bien porque se está mirando en el espejo del hombre y no ante la justicia divina y ante la santidad de Dios. Isaías tuvo una visión divina con un Dios personal, que se manifiesta también individualmente o colectivamente. Dios llama a todos, da el mensaje al mundo entero, pero en ocasiones necesitamos una ministración diferente, íntima, profunda y personal con Dios.

Jacob tuvo un encuentro personal con Dios y su vida fue marcada para siempre. Luego de aquella experiencia jamás fue el mismo, pues Jacob cojeaba (Génesis 32:22-32). Nadie que dice que tuvo un encuentro con Dios puede seguir igual, su vida tiene que cambiar, su vida tiene que santificarse, su vida no puede llevar la misma rutina de siempre, en él se opera un cambio interno y externo, en general todo su ser: cuerpo, alma y espíritu.

No importa quién sea, cuando se tiene un encuentro con Dios esa persona tiene que doblegarse a los pies de Cristo; tiene que ser sencilla, diferente y dejar la arrogancia que antes tenía, tiene que haber un cambio. “De modo que si alguno está en Cristo (de modo que si alguno tiene un encuentro con Cristo), nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). La vida que se acerca a Dios, tiene que cambiar; aquel que dice que ha recibido a Dios, y recibido el bautismo en el Espíritu Santo, y aun sigue en su misma condición de pecado no le crea; y el que no venga conforme a este Evangelio es porque aún no le ha resplandecido la luz del Señor.

En Éxodo 34:29, leemos: “Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí, con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios.” Después de hablar con Dios, al bajar del monte, Moisés no sabía que su rostro resplandecía ¿Quiénes lo descubrieron? Las demás personas. Cuando él vino a Aarón y a otros a hablarle al pueblo, ellos no resistían aquel resplandor, por tanto Moisés tuvo que cubrir su rostro, porque la presencia de Dios era tan real en la vida de este hombre que aún su rostro mostraba aquella experiencia. Mas cuando venía Moisés delante de Jehová para hablar con Él, se quitaba el velo hasta que salía, y cuando llegaba al pueblo nuevamente cubría su rostro.

Los encuentros con Dios traen convicción de pecado, si no hay convicción la vida cristiana no se puede desarrollar, debe haber convencimiento y esto lo hace el Espíritu, que dice: “Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado” (Juan 16:8). Y el Espíritu Santo nos ha convencido de que somos pecadores. Esta convicción no solamente nos debe llevar a vernos pecadores sino a redargüir al mundo de pecado. Cuando decimos que tenemos convicción, significa que en ese momento la persona está siendo tratada o tocada por Dios, que ya no es algo humano, sino que ahí está lo divino, manifestándose en la vida interior del hombre, sacando lo oculto.
En Hebreos 4:12, leemos: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. Esta Palabra nos punza, nos hiere, nos redarguye y discierne de manera que llegamos a pensar que alguien le ha dicho algo de antemano al predicador. Por medio de la Palabra se logra la confesión de pecado. Proverbios 28:13 dice: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.” Y en 1 Juan 1:9, leemos: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” Y en 1 Juan 1:7, leemos: “Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.
Amigo, usted necesita tener un encuentro con Dios, necesita salir de la rutina, de la religiosidad; necesita consagrar su vida. Obedezca al Señor y diga como Isaías: “Heme aquí, envíame a mí.”
Ahora, sabemos que los encuentros con Dios operan un cambio interno y externo en todo nuestro ser: cuerpo, alma y espíritu.

Fuente:Impacto Evangelístico

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